El Mundial de Clubes se despide donde todo comenzó: en la Torre Trump

El cierre será donde todo comenzó. El trofeo de la Copa Mundial de Clubes de la FIFA llegó ayer a la Torre Trump. Seguirá exhibido allí, en el 725 de la Quinta Avenida, hasta la final del domingo. Cincuenta y ocho pisos de acero y vidrio negro. La torre en la que el 30 de noviembre de 2011 el FBI sacudió a Chuck Blazer, el Santa Claus de la FIFA, barba blanca y casi doscientos kilos, para advertirle que se pudriría en la cárcel si no hablaba. Y Blazer habló. Era el todopoderoso y corrupto secretario general de la Concacaf, la Confederación de Norte y Centro América y Caribe, un bloque sólido de 37 votos de Federaciones mínimas como Anguila, Aruba, Barbados, Bélice, Curazao, Dominica, Granada, Monserrat, Santa Lucía e Islas Turcas y Caicos. Un voto cada una. Como Alemania e Inglaterra. Fue el inicio del FIFAGate. El desembarco de Estados Unidos en el negocio de la pelota.

En medio del ostentoso mármol italiano Breccia Pernice rosado de la Torre Trump, a solo metros de donde Blazer asumió su rol de Garganta Profunda, el suizo Gianni Infantino le dijo ayer feliz a Eric Trump, hijo del presidente-magnate, que su nueva FIFA abrirá una oficina en la Torre Trump. No será, claro, en el piso 17 que ocupaba la vieja dirigencia de la Concacaf. Ni en el piso 49 donde Blazer -fallecido en 2017-, tras pagar una multa de dos millones de dólares (apenas el cinco por ciento del dinero que recibió en sobornos) alquilaba a 18 mil dólares por mes, con vista hermosa al Central Park. Ni en el departamento contiguo que ocupaban sus gatos. Otros corruptos del FIFAGate cumplieron prisión domiciliaria en la Torre Trump, que ha alojado también a mafiosos locales y luego rusos, todos vigilados por el FBI.

Ubicada a solo seis kilómetros de Five Points, el barrio del Bajo Manhattan donde hace dos siglos combatieron las pandillas de Nueva York que retrató Martin Scorsese en Hollywood, la Torre Trump fue construida a comienzos de los años 80, cuando la ciudad glamorosa sufría control de cinco familias mafiosas (Gambino, Genovese, Lucchese, Colombo y Bonanno). Construcción, basura, gastronomía, bancos, sindicatos, apuestas, drogas. Hasta que en 1984 irrumpió el FBI y el fiscal Rudolph Giuliani (hoy caído en desgracia por corrupción) usó la Ley Rico. La misma ley antimafia que tres décadas después fue aplicada de modo polémico para condenar a la vieja FIFA.

Los tribunales de Brooklyn están a unos veinte kilómetros del MetLife, último estadio del Mundial de Clubes que concluirá el domingo en Nueva York sin haber sufrido redadas de ICE, la policía caza-inmigrantes de Trump que entró en cambio a escuelas e iglesias y que sí sacudió al deporte cuando arrestó al boxeador mexicano Julio César Chávez Jr. (aunque lo hizo solo después su pelea-show contra el youtuber trumpista Jake Paul, que fue transmitida por DAZN, la plataforma de streaming que también figuró entre los ganadores de la Copa creada por Infantino).

Nueva York, que en octubre podrá tener su primer alcalde musulmán, Zohran Mandani, nacido en Uganda y que pide por Gaza y por los trabajadores (“lunático comunista”, le dijo Trump), fue epicentro del soccer en los 70 con Pelé. Años del Cosmos con camiseta amarilla y verde como Brasil. Franz Beckenbauer, Carlos Alberto, Giorgio Chinaglia. La Warner. Pepsi. Henry Kissinger. La noche en Studio 54. Estrellas veteranas que fueron por su retiro dorado. “Nueva York es hermosa, pero el campeonato es inaguantable…son de madera”, le escribió a un amigo César Menotti, que unas temporadas antes jugó para el equipo The Generals. En 1977, año del Cosmos campeón, más de setenta mil personas fueron al Giants Stadium para ver jugar a Pelé. Pero el soccer cayó en bancarrota. El Mundial 94 y David Beckham fueron salvavidas siguientes. Como Leo Messi ahora. Pero la MLS, si bien flexibilizó normas, mantiene un cuidadoso sistema de topes presupuestarios que pierde hoy contra el derroche ilimitado de Arabia Saudita. Si Estados Unidos será sede del Mundial 2026, Arabia Saudita albergará el de 2034. Son mecenas de Infantino, un misionero de la pelota inflada que así dice contrarrestar el poder más elitista de la vieja Europa.

“Trajimos fans de todo el mundo”, se jactó ayer el presidente de la FIFA ante Eric Trump, aunque horas después regaló entradas a 13 dólares para la semifinal inesperada que Chelsea le ganó a Fluminense, último representante de Conmebol, eliminado con dos goles de su exjugador Joao Pedro. Chelsea fichó también al juvenil Estevao de Palmeiras. Ciento treinta millones de dólares por ambos brasileños (y luego tuvimos que escuchar a su DT, Enzo Maresca, hablando de supuestas desventajas competitivas).

La semifinal de ayer fue en el MetLife, el estadio que reavivó quejas ya escuchadas en la última Copa América porque su césped natural fue colocado a último momento. Más preocupantes, con vistas al Mundial 2026, son el calor extremo y las tormentas eléctricas que obligarán a suspender partidos (además del nivel todavía discreto de la selección anfitriona).

Infantino, igualmente, sonríe siempre. Ayer recordó el lema de su Mundial de Clubes: “Unidos por la paz”. “Los amamos”, le respondió Eric Trump. Un día antes, su padre fue prepostulado en la Casa Blanca al Premio Nobel de la Paz. Fue una idea de Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel. Hay que aceptar que el fútbol, a pesar de todos sus problemas, sigue siendo un espejo generoso del mundo.

El cierre será donde todo comenzó. El trofeo de la Copa Mundial de Clubes de la FIFA llegó ayer a la Torre Trump. Seguirá exhibido allí, en el 725 de la Quinta Avenida, hasta la final del domingo. Cincuenta y ocho pisos de acero y vidrio negro. La torre en la que el 30 de noviembre de 2011 el FBI sacudió a Chuck Blazer, el Santa Claus de la FIFA, barba blanca y casi doscientos kilos, para advertirle que se pudriría en la cárcel si no hablaba. Y Blazer habló. Era el todopoderoso y corrupto secretario general de la Concacaf, la Confederación de Norte y Centro América y Caribe, un bloque sólido de 37 votos de Federaciones mínimas como Anguila, Aruba, Barbados, Bélice, Curazao, Dominica, Granada, Monserrat, Santa Lucía e Islas Turcas y Caicos. Un voto cada una. Como Alemania e Inglaterra. Fue el inicio del FIFAGate. El desembarco de Estados Unidos en el negocio de la pelota.

En medio del ostentoso mármol italiano Breccia Pernice rosado de la Torre Trump, a solo metros de donde Blazer asumió su rol de Garganta Profunda, el suizo Gianni Infantino le dijo ayer feliz a Eric Trump, hijo del presidente-magnate, que su nueva FIFA abrirá una oficina en la Torre Trump. No será, claro, en el piso 17 que ocupaba la vieja dirigencia de la Concacaf. Ni en el piso 49 donde Blazer -fallecido en 2017-, tras pagar una multa de dos millones de dólares (apenas el cinco por ciento del dinero que recibió en sobornos) alquilaba a 18 mil dólares por mes, con vista hermosa al Central Park. Ni en el departamento contiguo que ocupaban sus gatos. Otros corruptos del FIFAGate cumplieron prisión domiciliaria en la Torre Trump, que ha alojado también a mafiosos locales y luego rusos, todos vigilados por el FBI.

Ubicada a solo seis kilómetros de Five Points, el barrio del Bajo Manhattan donde hace dos siglos combatieron las pandillas de Nueva York que retrató Martin Scorsese en Hollywood, la Torre Trump fue construida a comienzos de los años 80, cuando la ciudad glamorosa sufría control de cinco familias mafiosas (Gambino, Genovese, Lucchese, Colombo y Bonanno). Construcción, basura, gastronomía, bancos, sindicatos, apuestas, drogas. Hasta que en 1984 irrumpió el FBI y el fiscal Rudolph Giuliani (hoy caído en desgracia por corrupción) usó la Ley Rico. La misma ley antimafia que tres décadas después fue aplicada de modo polémico para condenar a la vieja FIFA.

Los tribunales de Brooklyn están a unos veinte kilómetros del MetLife, último estadio del Mundial de Clubes que concluirá el domingo en Nueva York sin haber sufrido redadas de ICE, la policía caza-inmigrantes de Trump que entró en cambio a escuelas e iglesias y que sí sacudió al deporte cuando arrestó al boxeador mexicano Julio César Chávez Jr. (aunque lo hizo solo después su pelea-show contra el youtuber trumpista Jake Paul, que fue transmitida por DAZN, la plataforma de streaming que también figuró entre los ganadores de la Copa creada por Infantino).

Nueva York, que en octubre podrá tener su primer alcalde musulmán, Zohran Mandani, nacido en Uganda y que pide por Gaza y por los trabajadores (“lunático comunista”, le dijo Trump), fue epicentro del soccer en los 70 con Pelé. Años del Cosmos con camiseta amarilla y verde como Brasil. Franz Beckenbauer, Carlos Alberto, Giorgio Chinaglia. La Warner. Pepsi. Henry Kissinger. La noche en Studio 54. Estrellas veteranas que fueron por su retiro dorado. “Nueva York es hermosa, pero el campeonato es inaguantable…son de madera”, le escribió a un amigo César Menotti, que unas temporadas antes jugó para el equipo The Generals. En 1977, año del Cosmos campeón, más de setenta mil personas fueron al Giants Stadium para ver jugar a Pelé. Pero el soccer cayó en bancarrota. El Mundial 94 y David Beckham fueron salvavidas siguientes. Como Leo Messi ahora. Pero la MLS, si bien flexibilizó normas, mantiene un cuidadoso sistema de topes presupuestarios que pierde hoy contra el derroche ilimitado de Arabia Saudita. Si Estados Unidos será sede del Mundial 2026, Arabia Saudita albergará el de 2034. Son mecenas de Infantino, un misionero de la pelota inflada que así dice contrarrestar el poder más elitista de la vieja Europa.

“Trajimos fans de todo el mundo”, se jactó ayer el presidente de la FIFA ante Eric Trump, aunque horas después regaló entradas a 13 dólares para la semifinal inesperada que Chelsea le ganó a Fluminense, último representante de Conmebol, eliminado con dos goles de su exjugador Joao Pedro. Chelsea fichó también al juvenil Estevao de Palmeiras. Ciento treinta millones de dólares por ambos brasileños (y luego tuvimos que escuchar a su DT, Enzo Maresca, hablando de supuestas desventajas competitivas).

La semifinal de ayer fue en el MetLife, el estadio que reavivó quejas ya escuchadas en la última Copa América porque su césped natural fue colocado a último momento. Más preocupantes, con vistas al Mundial 2026, son el calor extremo y las tormentas eléctricas que obligarán a suspender partidos (además del nivel todavía discreto de la selección anfitriona).

Infantino, igualmente, sonríe siempre. Ayer recordó el lema de su Mundial de Clubes: “Unidos por la paz”. “Los amamos”, le respondió Eric Trump. Un día antes, su padre fue prepostulado en la Casa Blanca al Premio Nobel de la Paz. Fue una idea de Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel. Hay que aceptar que el fútbol, a pesar de todos sus problemas, sigue siendo un espejo generoso del mundo.

 A pocos días del final de un torneo variopinto y con varios focos de cuestionamientos, FIFA selló su pacto con Estados Unidos  LA NACION