Antje Weithaas: una perfecta convivencia entre la pasión, la genialidad y la precisión absoluta

Concierto de la Orquesta de Cámara del Concertgebouw. Violín y director: Alessandro Di Giacomo. Solista y directora: Antje Weithaas, violín. Programa: Grieg: Suite de los tiempos de Holberg, op.40; Mendelssohn: Concierto para violín y orquesta de cuerdas en re menor; Ravel: Tzigane (arreglo para violín y orquesta de cuerdas de Michael Waterman); Shostakovich: Sinfonía de cámara, op.110ª. Abono del Mozarteum Argentino. Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente

Hace un año, en el Colón, el Mozarteum ofreció un concierto memorable de la Amsterdam Sinfonietta, dirigida por la gran violinista británica Candida Thompson y que contó con la participación solista de Janine Jansen, una violinista de celebridad planetaria. Como si fuera el segundo capítulo de una serie, ya no de Netflix sino del Mozarteum, este lunes se presentó otra orquesta de cámara neerlandesa dirigida por su concertino, el italiano Alessandro Di Giacomo, y con otra gran violinista como solista, la alemana Antje Weithaas. La sensación de continuidad de uno a otro concierto aparece inevitable. Y las comparaciones también emergen inevitables. Si bien los grandes nombres son los del año pasado -con una Janine Jansen desplegando un virtuosismo espectacular, aunque con aproximaciones cuanto menos controversiales de Las cuatro estaciones de Vivaldi-, el recital de este año contó con un repertorio muy bien seleccionado, fue llevado adelante con certezas y precisiones técnicas absolutas y, además, con lecturas e interpretaciones magistrales. Hay ocasiones en las que segundas partes no solo que fueron buenas sino superiores también.

Este ensamble de cuerdas de veinte músicos mayormente jóvenes está conformado por integrantes de la celebérrima orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. En el comienzo, trajeron la Suite de los tiempos de Holberg, de Grieg. El inicio fue atrapante. Los trémolos, los acentos, los contrastes se sucedieron con naturalidad hasta que, impecable, afloró la bellísima melodía del “Preludio”. Después, una a una, llegaron la “Sarabanda”, la “Gavota, el “Aria” y el “Rigaudon”, danzas del barroco europeo a las que Grieg vistió con aires noruegos y genialidades propias. En soledad, la Orquesta de Cámara del Concertgebouw abrió el concierto con una presentación insuperable. Pero luego entró Antje Weithaas y arrancó un capítulo diferente.

Ataviada con un veraniego vestido rojo y luciendo una sonrisa amistosa, se ubicó en el centro del semicírculo que conformaba la orquesta y, como solista y directora, la violinista atrajo todos los oídos y todas las miradas. Comprometida concretamente en cuerpo y alma en el momento de la ejecución y desplegando un sonido envolvente, una afinación irreprochable y una aproximación estilística ajustada a tiempo y contexto, Weithaas ofreció una interpretación estupenda del Concierto para violín y orquesta de cuerdas en re menor que Mendelssohn escribió cuando tenía trece o catorce años, en 1823. La genialidad inexplicable de este adolescente se revela en el hecho de plantear, a esa edad tan temprana, novedades personales y prerrománticas dentro de un modelo clásico y formalmente tradicional. En él hay nuevos planteos texturales, nuevas melodías, nuevas ideas, recursos violinísticos inéditos y un devenir musical coherente y que no decae a lo largo de unos veinticinco minutos que, con los músicos neerlandés y la violinista alemana, se hicieron deliciosos.

Cambio radical

Después del intervalo, un cambio radical se dio dentro de Antje Weithaas. Era la misma violinista, con su mismo atuendo y su misma sonrisa, pero por algún resquicio se le introdujo un pasional duende gitano. En la feroz y muy rapsódica cadencia de apertura de Tzigane, de Maurice Ravel, Weithass desplegó pasiones intensas, vehementes y liberadas de cualquier atadura métrica. Además, espontáneamente, casi bailando sobre el escenario, como una arrebata gitana encendida. Originalmente escrita para violín y piano y orquestada por el mismo Ravel, la Orquesta de Cámara del Concertgebouw interpretó una adaptación para orquesta de cuerdas que requirió una participación destacada de su concertino, Alessandro Di Giacomo. Tras los frenéticos aplausos que sobrevinieron en el final, Weithaas tocó “Las furias”. el último movimiento de la Sonata para violín Nº2 de Eugène Ysaÿe.

Si todo había ido de maravillas, todavía faltaba, quizás, lo mejor. Porque, sin solista, la Orquesta de Cámara del Concertgebouw ofrendó una brillante recreación de la Sinfonía de cámara, de Dmitri Shostakovich, una obra trágica y profunda basada en su Cuarteto Nº8, de 1960, dedicada “a las víctimas de la guerra y del fascismo”, sin lugar a dudas, una de las obras cumbre de la música de cámara del siglo XX. Adaptada para orquesta de cuerdas por Rudolf Bárshai, bajo la atenta mirada y supervisión de Shostakovich, la Sinfonía es un largo lamento dramático que requiere de sus intérpretes un alto compromiso técnico e interpretativo para poder exponer todos sus pesares, sus emociones, sus arrebatos y sus angustias. Con un ajuste inmaculado, apelando a intensidades extremas y entendiendo el mensaje musical y humanista de la obra, los neerlandeses conmovieron al público. La obra se desvanece en un último sonido.

Tras el silencio final, se descerrajó una verdadera ovación. Fuera de programa, tal vez para cambiar el humor pesaroso, la orquesta interpretó un movimiento del Divertimento K.136 de Mozart. Sin embargo, para la despedida, Di Giacomo dejó las alegrías de lado y anunció la despedida con el arreglo para cuerdas de Locus iste, un motete de Anton Bruckner demasiado calmo, un tanto desvaído para un final de fiesta. De todos modos, la felicidad y el buen ánimo de una noche musicalmente extraordinaria permanecieron inalterables.

Concierto de la Orquesta de Cámara del Concertgebouw. Violín y director: Alessandro Di Giacomo. Solista y directora: Antje Weithaas, violín. Programa: Grieg: Suite de los tiempos de Holberg, op.40; Mendelssohn: Concierto para violín y orquesta de cuerdas en re menor; Ravel: Tzigane (arreglo para violín y orquesta de cuerdas de Michael Waterman); Shostakovich: Sinfonía de cámara, op.110ª. Abono del Mozarteum Argentino. Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente

Hace un año, en el Colón, el Mozarteum ofreció un concierto memorable de la Amsterdam Sinfonietta, dirigida por la gran violinista británica Candida Thompson y que contó con la participación solista de Janine Jansen, una violinista de celebridad planetaria. Como si fuera el segundo capítulo de una serie, ya no de Netflix sino del Mozarteum, este lunes se presentó otra orquesta de cámara neerlandesa dirigida por su concertino, el italiano Alessandro Di Giacomo, y con otra gran violinista como solista, la alemana Antje Weithaas. La sensación de continuidad de uno a otro concierto aparece inevitable. Y las comparaciones también emergen inevitables. Si bien los grandes nombres son los del año pasado -con una Janine Jansen desplegando un virtuosismo espectacular, aunque con aproximaciones cuanto menos controversiales de Las cuatro estaciones de Vivaldi-, el recital de este año contó con un repertorio muy bien seleccionado, fue llevado adelante con certezas y precisiones técnicas absolutas y, además, con lecturas e interpretaciones magistrales. Hay ocasiones en las que segundas partes no solo que fueron buenas sino superiores también.

Este ensamble de cuerdas de veinte músicos mayormente jóvenes está conformado por integrantes de la celebérrima orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. En el comienzo, trajeron la Suite de los tiempos de Holberg, de Grieg. El inicio fue atrapante. Los trémolos, los acentos, los contrastes se sucedieron con naturalidad hasta que, impecable, afloró la bellísima melodía del “Preludio”. Después, una a una, llegaron la “Sarabanda”, la “Gavota, el “Aria” y el “Rigaudon”, danzas del barroco europeo a las que Grieg vistió con aires noruegos y genialidades propias. En soledad, la Orquesta de Cámara del Concertgebouw abrió el concierto con una presentación insuperable. Pero luego entró Antje Weithaas y arrancó un capítulo diferente.

Ataviada con un veraniego vestido rojo y luciendo una sonrisa amistosa, se ubicó en el centro del semicírculo que conformaba la orquesta y, como solista y directora, la violinista atrajo todos los oídos y todas las miradas. Comprometida concretamente en cuerpo y alma en el momento de la ejecución y desplegando un sonido envolvente, una afinación irreprochable y una aproximación estilística ajustada a tiempo y contexto, Weithaas ofreció una interpretación estupenda del Concierto para violín y orquesta de cuerdas en re menor que Mendelssohn escribió cuando tenía trece o catorce años, en 1823. La genialidad inexplicable de este adolescente se revela en el hecho de plantear, a esa edad tan temprana, novedades personales y prerrománticas dentro de un modelo clásico y formalmente tradicional. En él hay nuevos planteos texturales, nuevas melodías, nuevas ideas, recursos violinísticos inéditos y un devenir musical coherente y que no decae a lo largo de unos veinticinco minutos que, con los músicos neerlandés y la violinista alemana, se hicieron deliciosos.

Cambio radical

Después del intervalo, un cambio radical se dio dentro de Antje Weithaas. Era la misma violinista, con su mismo atuendo y su misma sonrisa, pero por algún resquicio se le introdujo un pasional duende gitano. En la feroz y muy rapsódica cadencia de apertura de Tzigane, de Maurice Ravel, Weithass desplegó pasiones intensas, vehementes y liberadas de cualquier atadura métrica. Además, espontáneamente, casi bailando sobre el escenario, como una arrebata gitana encendida. Originalmente escrita para violín y piano y orquestada por el mismo Ravel, la Orquesta de Cámara del Concertgebouw interpretó una adaptación para orquesta de cuerdas que requirió una participación destacada de su concertino, Alessandro Di Giacomo. Tras los frenéticos aplausos que sobrevinieron en el final, Weithaas tocó “Las furias”. el último movimiento de la Sonata para violín Nº2 de Eugène Ysaÿe.

Si todo había ido de maravillas, todavía faltaba, quizás, lo mejor. Porque, sin solista, la Orquesta de Cámara del Concertgebouw ofrendó una brillante recreación de la Sinfonía de cámara, de Dmitri Shostakovich, una obra trágica y profunda basada en su Cuarteto Nº8, de 1960, dedicada “a las víctimas de la guerra y del fascismo”, sin lugar a dudas, una de las obras cumbre de la música de cámara del siglo XX. Adaptada para orquesta de cuerdas por Rudolf Bárshai, bajo la atenta mirada y supervisión de Shostakovich, la Sinfonía es un largo lamento dramático que requiere de sus intérpretes un alto compromiso técnico e interpretativo para poder exponer todos sus pesares, sus emociones, sus arrebatos y sus angustias. Con un ajuste inmaculado, apelando a intensidades extremas y entendiendo el mensaje musical y humanista de la obra, los neerlandeses conmovieron al público. La obra se desvanece en un último sonido.

Tras el silencio final, se descerrajó una verdadera ovación. Fuera de programa, tal vez para cambiar el humor pesaroso, la orquesta interpretó un movimiento del Divertimento K.136 de Mozart. Sin embargo, para la despedida, Di Giacomo dejó las alegrías de lado y anunció la despedida con el arreglo para cuerdas de Locus iste, un motete de Anton Bruckner demasiado calmo, un tanto desvaído para un final de fiesta. De todos modos, la felicidad y el buen ánimo de una noche musicalmente extraordinaria permanecieron inalterables.

 Con un repertorio muy bien seleccionado e interpretaciones magistrales, la excelsa violinista se presentó como solista y directora de la Orquesta de Cámara del Concertgebouw  LA NACION