El escándalo por el fraude en los exámenes para acceder a las residencias médicas obliga a formular algunos interrogantes de fondo: ¿es algo que solo ocurrió este año o que recién ahora se descubre?; ¿es la inconducta de un puñado de aspirantes o refleja una degradación ética en la formación profesional?; ¿fue solo la audacia de un número significativo de inscriptos o forma parte de un sistema que incluye la filtración y la venta de exámenes y el montaje de mecanismos para “asistir” desde afuera a los postulantes durante la prueba?; ¿solo es un problema que involucra, mayoritariamente, a egresados de universidades extranjeras o tiene que ver con un declive general de la formación universitaria y con un debilitamiento mucho más amplio, en la Argentina, de los sistemas de evaluación, selección y exigencia en la formación de grado y posgrado?
Del total de profesionales que rindió este año el examen de residencias, casi el 30% eran extranjeros (2833 sobre 10.225 postulantes que se presentaron a la prueba). Surge, entonces, una pregunta adicional: ¿vienen a la Argentina por la calidad y el prestigio del sistema público de salud o porque es más fácil acceder a las residencias y porque la posibilidad de hacer trampa se había hecho fama internacional?
Todo el proceso ha tendido un manto de sospechas sobre la integridad y la confiabilidad del acceso a las residencias médicas. Llama la atención, entonces, que las asociaciones profesionales, las entidades que nuclean a los hospitales y las propias universidades no se hayan pronunciado públicamente sobre un asunto que, si bien no está en su estricta órbita de incumbencia, toca un nervio tan sensible como la calidad de la formación técnica y ética de los profesionales de la salud.
Sería una injusticia, por supuesto, hacer generalizaciones; más aún estigmatizar a todos los aspirantes, entre los cuales hay muchos (tal vez la gran mayoría) que se han esforzado con honestidad para acceder a esta instancia de especialización. Pero tampoco puede ignorarse la señal de alerta que subyace en el escándalo en el que ha quedado envuelto el proceso de selección.
La solución no parece ser deslindar responsabilidades entre la nación y las provincias. Tampoco crear un sistema policíaco para la toma de exámenes, con “cacheos” a los aspirantes y cámaras de vigilancia en los baños. Habrá que revisar, en todo caso, las metodologías de evaluación en la era de los “anteojos biónicos” y la inteligencia artificial. Habrá que investigar, además, eventuales filtraciones y corruptelas alrededor del sistema. Pero, sobre todo, el episodio debería promover un debate de fondo sobre la formación de los médicos y la ética profesional en la Argentina, incluso más allá del ámbito de la salud.
En medio del escándalo y las sospechas ha pasado desapercibido, por ejemplo, un dato que tal vez merezca una mayor atención. De los poco más de 10.000 aspirantes que rindieron el examen de residencia, casi el 25 por ciento obtuvo una calificación por debajo de los sesenta puntos sobre cien. Tuvieron, en definitiva, una performance de mediocre para abajo. Hubo casos, incluso, en los que no alcanzaron los treinta puntos. Son profesionales que llegan a esta prueba después de prepararse especialmente y cuando ya tienen el título de médico bajo el brazo y están habilitados, por lo tanto, para ejercer la profesión. Se supone, además, que aspiran a una residencia quienes tienen promedios altos en su carrera de grado. ¿No habría que ver en esas cifras una señal de alerta?
A partir de ese dato, es inevitable mirar a las universidades. Las facultades públicas de Medicina, en la mayoría de los casos, están colapsadas. Tienen una matrícula estudiantil que altera todos los parámetros de formación. Si el ideal es un docente cada 40 estudiantes, la mayoría tiene uno cada 400. Si el estándar aceptable es un paciente cada 10 practicantes alumnos, la relación está completamente distorsionada: puede llegar a un paciente cada 70 practicantes. En algunas facultades estudian con muñecos. Es un avance tecnológico, por supuesto. Pero no deberían reemplazar la experiencia formativa de la interacción con pacientes de carne y hueso.
El populismo universitario ha prohibido por ley los exámenes de ingreso en todas las carreras, incluso las de Medicina. Facultades que tenían una estructura y un plantel docente para absorber unos 500 estudiantes nuevos por año se han visto obligadas, en la última década, a recibir un promedio de 5000 ingresantes por año, sin que se haya ampliado (todo lo contrario) su infraestructura académica. La masividad no solo debilita todo el proceso de formación; también genera una cultura. El vínculo entre el profesor y el alumno se desdibuja; los exámenes se toman en aulas desbordadas; la corrección se automatiza; la práctica se simula.
En ese contexto, muchos profesores renuncian o anticipan su retiro, vencidos por un sistema que los desalienta y que les provoca, incluso, una incomodidad ética. Para tomar un caso testigo, vale la pena, por ejemplo, leer la carta con la que presentó su dimisión un histórico titular de la cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina de La Plata: “No recuerdo haber vivido una situación como la actual. Todo se ha desmadrado: el masivo ingreso de alumnos, sin ningún tipo de condicionamiento, muchos que ni siquiera hablan el idioma español, ha llevado a un deterioro nocivo para el proceso de enseñanza-aprendizaje”, escribió de puño y letra el doctor Marcelo Héctor Cerezo, que estuvo 43 años al frente de una de las materias más importantes de la carrera. Otros se van en silencio, pero con la misma desazón.
Tal vez la indiferencia de las universidades frente al escándalo en el examen de residencias tenga que ver con la secreta intención de eludir un debate más amplio, que sin embargo resulta imprescindible y urgente. ¿No hay algo sintomático en las sospechas de fraude que tiñeron la evaluación de médicos de este año? ¿No se refleja en esa instancia una cultura y un déficit formativo que se arrastra desde la universidad? Sería ingenuo no enmarcar lo que ha ocurrido en el contexto de un país que, desde hace varias décadas, ha debilitado los mecanismos de evaluación y exigencia. Y en el que se han naturalizado, además, la trampa y el atajo. Sin desviarnos de este tema, habría una pregunta para el Gobierno, que hizo bien en exponer y denunciar el fraude en los exámenes de los médicos: ¿no hay un parentesco ético entre copiarse en una prueba y distribuir fake news en forma deliberada?; ¿no se incurre así en otra falta grosera de ética profesional?
El sistema de acceso a las residencias médicas parece bien inspirado: exige una especial preparación, se toma un examen exigente, se valoran los antecedentes académicos, se establece un orden de mérito. Entran diez (y no cien) donde hay lugar para diez. Sin embargo, parece desentonar con la cultura educativa en general y universitaria en particular. También con la cultura política, donde a la hora de confeccionar listas de legisladores pesan más la obsecuencia y el acomodo que la trayectoria y el mérito. ¿Por eso todo termina teñido de opacidad y desconfianza? Ese manto de sospecha resulta, como siempre, injusto con los muchos que honran la honestidad intelectual y los valores del esfuerzo.
La cultura de la masividad produce un empobrecimiento de la formación, pero también conspira muchas veces contra la ética. En la multitud, los controles inexorablemente se relajan. “El problema del fraude académico y de los estudiantes que se copian o avanzan en la carrera con el ChatGPT es algo que se barre bajo la alfombra, pero que todos los profesores vemos como una escalada muy difícil de frenar”, reconoce un antiguo docente de una universidad nacional.
Eso derrama después en el ejercicio profesional. “Es cada vez más evidente que muchos abogados recurren a las aplicaciones de IA para contestar demandas o hacer presentaciones”, cuenta un juez experimentado de la provincia de Buenos Aires. El que hace trampa en un examen también puede eludir otros límites y reglas de la buena fe. ¿O no se han naturalizado en muchos ámbitos profesionales los cobros en negro y por afuera de las leyes de honorarios y aranceles?
La degradación de la ética profesional es un fenómeno sobre el que se discute poco en los ámbitos académicos, en la colegiación y en las instituciones. Los tribunales de ética son, en muchos casos, estamentos casi decorativos. Entre los médicos, los abogados y los periodistas, hasta parece un tema tabú.
Tal vez la imagen simbólica de ese médico sospechado de hacer trampa en el examen con unos “anteojos biónicos” abra la oportunidad de un debate. Lo que vimos en las residencias médicas es un llamado de atención sobre algo mucho más amplio, más estructural y de fondo. Hablamos de la formación y de la integridad ética de profesiones que deberían inspirar valores que cada vez escasean más: la autoridad y la confianza.
El escándalo por el fraude en los exámenes para acceder a las residencias médicas obliga a formular algunos interrogantes de fondo: ¿es algo que solo ocurrió este año o que recién ahora se descubre?; ¿es la inconducta de un puñado de aspirantes o refleja una degradación ética en la formación profesional?; ¿fue solo la audacia de un número significativo de inscriptos o forma parte de un sistema que incluye la filtración y la venta de exámenes y el montaje de mecanismos para “asistir” desde afuera a los postulantes durante la prueba?; ¿solo es un problema que involucra, mayoritariamente, a egresados de universidades extranjeras o tiene que ver con un declive general de la formación universitaria y con un debilitamiento mucho más amplio, en la Argentina, de los sistemas de evaluación, selección y exigencia en la formación de grado y posgrado?
Del total de profesionales que rindió este año el examen de residencias, casi el 30% eran extranjeros (2833 sobre 10.225 postulantes que se presentaron a la prueba). Surge, entonces, una pregunta adicional: ¿vienen a la Argentina por la calidad y el prestigio del sistema público de salud o porque es más fácil acceder a las residencias y porque la posibilidad de hacer trampa se había hecho fama internacional?
Todo el proceso ha tendido un manto de sospechas sobre la integridad y la confiabilidad del acceso a las residencias médicas. Llama la atención, entonces, que las asociaciones profesionales, las entidades que nuclean a los hospitales y las propias universidades no se hayan pronunciado públicamente sobre un asunto que, si bien no está en su estricta órbita de incumbencia, toca un nervio tan sensible como la calidad de la formación técnica y ética de los profesionales de la salud.
Sería una injusticia, por supuesto, hacer generalizaciones; más aún estigmatizar a todos los aspirantes, entre los cuales hay muchos (tal vez la gran mayoría) que se han esforzado con honestidad para acceder a esta instancia de especialización. Pero tampoco puede ignorarse la señal de alerta que subyace en el escándalo en el que ha quedado envuelto el proceso de selección.
La solución no parece ser deslindar responsabilidades entre la nación y las provincias. Tampoco crear un sistema policíaco para la toma de exámenes, con “cacheos” a los aspirantes y cámaras de vigilancia en los baños. Habrá que revisar, en todo caso, las metodologías de evaluación en la era de los “anteojos biónicos” y la inteligencia artificial. Habrá que investigar, además, eventuales filtraciones y corruptelas alrededor del sistema. Pero, sobre todo, el episodio debería promover un debate de fondo sobre la formación de los médicos y la ética profesional en la Argentina, incluso más allá del ámbito de la salud.
En medio del escándalo y las sospechas ha pasado desapercibido, por ejemplo, un dato que tal vez merezca una mayor atención. De los poco más de 10.000 aspirantes que rindieron el examen de residencia, casi el 25 por ciento obtuvo una calificación por debajo de los sesenta puntos sobre cien. Tuvieron, en definitiva, una performance de mediocre para abajo. Hubo casos, incluso, en los que no alcanzaron los treinta puntos. Son profesionales que llegan a esta prueba después de prepararse especialmente y cuando ya tienen el título de médico bajo el brazo y están habilitados, por lo tanto, para ejercer la profesión. Se supone, además, que aspiran a una residencia quienes tienen promedios altos en su carrera de grado. ¿No habría que ver en esas cifras una señal de alerta?
A partir de ese dato, es inevitable mirar a las universidades. Las facultades públicas de Medicina, en la mayoría de los casos, están colapsadas. Tienen una matrícula estudiantil que altera todos los parámetros de formación. Si el ideal es un docente cada 40 estudiantes, la mayoría tiene uno cada 400. Si el estándar aceptable es un paciente cada 10 practicantes alumnos, la relación está completamente distorsionada: puede llegar a un paciente cada 70 practicantes. En algunas facultades estudian con muñecos. Es un avance tecnológico, por supuesto. Pero no deberían reemplazar la experiencia formativa de la interacción con pacientes de carne y hueso.
El populismo universitario ha prohibido por ley los exámenes de ingreso en todas las carreras, incluso las de Medicina. Facultades que tenían una estructura y un plantel docente para absorber unos 500 estudiantes nuevos por año se han visto obligadas, en la última década, a recibir un promedio de 5000 ingresantes por año, sin que se haya ampliado (todo lo contrario) su infraestructura académica. La masividad no solo debilita todo el proceso de formación; también genera una cultura. El vínculo entre el profesor y el alumno se desdibuja; los exámenes se toman en aulas desbordadas; la corrección se automatiza; la práctica se simula.
En ese contexto, muchos profesores renuncian o anticipan su retiro, vencidos por un sistema que los desalienta y que les provoca, incluso, una incomodidad ética. Para tomar un caso testigo, vale la pena, por ejemplo, leer la carta con la que presentó su dimisión un histórico titular de la cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina de La Plata: “No recuerdo haber vivido una situación como la actual. Todo se ha desmadrado: el masivo ingreso de alumnos, sin ningún tipo de condicionamiento, muchos que ni siquiera hablan el idioma español, ha llevado a un deterioro nocivo para el proceso de enseñanza-aprendizaje”, escribió de puño y letra el doctor Marcelo Héctor Cerezo, que estuvo 43 años al frente de una de las materias más importantes de la carrera. Otros se van en silencio, pero con la misma desazón.
Tal vez la indiferencia de las universidades frente al escándalo en el examen de residencias tenga que ver con la secreta intención de eludir un debate más amplio, que sin embargo resulta imprescindible y urgente. ¿No hay algo sintomático en las sospechas de fraude que tiñeron la evaluación de médicos de este año? ¿No se refleja en esa instancia una cultura y un déficit formativo que se arrastra desde la universidad? Sería ingenuo no enmarcar lo que ha ocurrido en el contexto de un país que, desde hace varias décadas, ha debilitado los mecanismos de evaluación y exigencia. Y en el que se han naturalizado, además, la trampa y el atajo. Sin desviarnos de este tema, habría una pregunta para el Gobierno, que hizo bien en exponer y denunciar el fraude en los exámenes de los médicos: ¿no hay un parentesco ético entre copiarse en una prueba y distribuir fake news en forma deliberada?; ¿no se incurre así en otra falta grosera de ética profesional?
El sistema de acceso a las residencias médicas parece bien inspirado: exige una especial preparación, se toma un examen exigente, se valoran los antecedentes académicos, se establece un orden de mérito. Entran diez (y no cien) donde hay lugar para diez. Sin embargo, parece desentonar con la cultura educativa en general y universitaria en particular. También con la cultura política, donde a la hora de confeccionar listas de legisladores pesan más la obsecuencia y el acomodo que la trayectoria y el mérito. ¿Por eso todo termina teñido de opacidad y desconfianza? Ese manto de sospecha resulta, como siempre, injusto con los muchos que honran la honestidad intelectual y los valores del esfuerzo.
La cultura de la masividad produce un empobrecimiento de la formación, pero también conspira muchas veces contra la ética. En la multitud, los controles inexorablemente se relajan. “El problema del fraude académico y de los estudiantes que se copian o avanzan en la carrera con el ChatGPT es algo que se barre bajo la alfombra, pero que todos los profesores vemos como una escalada muy difícil de frenar”, reconoce un antiguo docente de una universidad nacional.
Eso derrama después en el ejercicio profesional. “Es cada vez más evidente que muchos abogados recurren a las aplicaciones de IA para contestar demandas o hacer presentaciones”, cuenta un juez experimentado de la provincia de Buenos Aires. El que hace trampa en un examen también puede eludir otros límites y reglas de la buena fe. ¿O no se han naturalizado en muchos ámbitos profesionales los cobros en negro y por afuera de las leyes de honorarios y aranceles?
La degradación de la ética profesional es un fenómeno sobre el que se discute poco en los ámbitos académicos, en la colegiación y en las instituciones. Los tribunales de ética son, en muchos casos, estamentos casi decorativos. Entre los médicos, los abogados y los periodistas, hasta parece un tema tabú.
Tal vez la imagen simbólica de ese médico sospechado de hacer trampa en el examen con unos “anteojos biónicos” abra la oportunidad de un debate. Lo que vimos en las residencias médicas es un llamado de atención sobre algo mucho más amplio, más estructural y de fondo. Hablamos de la formación y de la integridad ética de profesiones que deberían inspirar valores que cada vez escasean más: la autoridad y la confianza.
Tal vez la indiferencia de las universidades frente al fraude en el examen de residencias tenga que ver con la secreta intención de eludir un debate más amplio, imprescindible y urgente LA NACION