En el Pacífico costarricense, sobre el extremo suroeste de la península de Nicoya -a 150 kilómetros y seis horas de San José (la capital del país)- el océano ruge con una cadencia que hipnotiza y los días se alargan. Ahí está Santa Teresa: un pueblo que hasta hace apenas unas décadas era un secreto entre pescadores y lugareños y hoy, más que un destino, es un estado mental.
“¿Lo que más me gusta de Santa Teresa? La simpleza de vivir el día a día, el ahora, el presente. El no saber qué va a pasar mañana pero vamos para adelante. No tener el consumismo de la ciudad -ni otras tantas preocupaciones típicas de ella-, los animales, las playas, el surf, el sentido de comunidad, la gente linda. Para mí eso es vivir acá”, dice Tomás V. (38), que a sus 24 dejó Buenos Aires y vive en el pueblo hace 10.
Esencialmente, Santa Teresa es un pueblo que consta de una calle semiasfaltada que se extiende a lo largo de cinco kilómetros en paralelo a la costa. A un lado de esta, hay colinas empinadas y una selva exuberante. Al otro, playas de agua turquesa, olas fuertes, arena clara y amaneceres y atardeceres que hacen que todo parezca posible.
El turismo es internacional, pero no como el que se ve en Cancún, Ibiza o Miami; tiene una mística especial, con algo de hippie, algo de Oasis y algo de sagrado. Sobran historias de personas que llegan con la idea de unas vacaciones fugaces y terminan quedándose un mes, un año; a veces, una vida.
“Algunos se van y vuelven, otros llegan y no se van”, reflexiona Tomás en voz alta. Aunque se autopercibe un evasor de la monotonía y habla de que históricamente le huyó a la idea de casarse con un lugar, confiesa que en este pueblo podría quedarse para siempre. “La gente se termina quedando un poco por hambre de mar, otro poco por sed de agua de coco, también porque hay un surf digno casi 24/7 de la misma manera que en todo momento subyace la posibilidad de toparte con esa persona que quizás te cambie la vida (aunque sea solo por unos días)”, pondera.
Aunque las autoridades de Cóbano, distrito al que pertenece Santa Teresa, en la provincia de Puntarenas, no cuentan con una cifra exacta, hace ya varios años, y cada vez más, el pueblo es el hogar de cientos de argentinos (en proporciones similares, también de israelíes y, en menor proporción, de estadounidenses, italianos, franceses, alemanes, canadienses y belgas, entre otras nacionalidades). Casi todos llegan para hacer un cambio de vida o -en muchos casos- para empezar a vivir.
Enamorarse o salir corriendo
En el pueblo todo es rústico pero cuidadosamente curado. Desde los cafés que ofrecen smoothies, açai y granola casera con frutas tropicales -el mango, la papaya y la piña se destacan por sobre el resto- hasta los hoteles boutique que combinan madera reciclada, techos de chapa y diseño y los hostels de mochileros, casi todos con áreas comunes para los nómades digitales -un tipo de turista recurrente en esta localidad-. No hay grandes cadenas ni supermercados internacionales. Todo parece hecho a mano o traído por alguien que decidió quedarse más de la cuenta.
Hay quienes dicen que el cuarzo debajo de la tierra hace que en el pueblo se sienta una energía intensa, y no de cualquier tipo.
“O te acepta o te echa”, dice Jerónimo Charpín (34), nacido en Buenos Aires y criado en Bariloche. “Te enamorás y te quedás, o enloquecés y salís corriendo”. Como Tomás, Jerónimo entra dentro de la primera categoría de afectados y, aunque hoy vive en Barcelona, España, en Santa Teresa estuvo unos sólidos ocho años. Cantando, con una banda, y trabajando como administrador en distintos restaurantes.
Llegó “confiando ciegamente” en su hermana que, ya instalada en el pueblo (donde sigue residiendo con su ahora familia extendida), lo convenció de que se sume a la aventura. “Ahorré y me vine con la guitarra y no mucho más”, cuenta con una sonrisa relajada. Lo que lo enamoró del lugar fue su baja escala, la naturaleza y el sentido de comunidad que hay entre las distintas nacionalidades que lo habitan.
Recuerda con un poco de nostalgia que su momento favorito del día era a la noche, cuando iba a tocar. “Hay un circuito musical muy grande pero cero competitivo. Son todos amigos. Si uno no puede ir a tocar ese día le pasa el dato al otro para que lo aproveche. Ayudarse entre todos es parte de la esencia del pueblo”, cuenta.
Vida silvestre en cada rincón
Sin veredas ni semáforos, por la calle principal transitan decenas de cuatriciclos y motos. Sus conductores usan pañuelos y lentes por el polvo que se levanta en la parte no asfaltada. Casi todos los vehículos tienen ganchos al costado para poder transportar tablas de surf, puesto que el destino es casi indefectiblemente alguna playa. Así y todo, el sonido que captura la atención no es el de los motores, sino el de los monos aulladores que, colgados de los árboles, anuncian su dominio total en las alturas con chillidos que hacen honor a su nombre.
En tierra firme hay iguanas gigantes que cruzan los caminos con poca y nula inhibición, así como hay mapaches y coatíes que merodean en las cocinas y baños -generalmente abiertos- de los alojamientos, buscando algo para comer (a la noche las heladeras se cierran con candado). No es raro encontrar cangrejos en la ducha, ver algún caballo suelto en la playa, o recibir visitas de pájaros que parecerían querer tener una conversación profunda.
Entre los locales es normal tener uno o varios perros. Estos parecerían tener roles asignados dentro de su propia comunidad; se los ve en las calles descansando en alguna sombra, en las playas corriendo y zambulléndose en el mar, en los restaurants abajo de las mesas, y hasta en los cuatriciclos acompañando a sus dueños a algún lugar.
El clima es tropical, caluroso y húmedo casi todo el año, con una temperatura media de 27°C y dos estaciones marcadas. Por un lado, la seca (de diciembre a abril), con un sol que estalla en el cielo desde temprano, un mar calmo que refleja cada rayo como si fuera vidrio fundido y noches casi siempre estrelladas.
Por otro, la estación de lluvias (también conocida como green season, de mayo a noviembre), caracterizada por un clima más variable, con tormentas frecuentes, un mar más revuelto e impredescible, y una selva que se vuelve de un verde casi fluorescente.
Eso de quedarse
El “¿por qué volverías?” pierde fuerza y relevancia mezclado en la inmensidad de un mar que rompe sobre una arena ahora dorada reflejando el sol de las seis de la tarde (por su cercanía al Ecuador, siempre atardece a esa hora). Todos -en el agua desde sus tablas, y en la costa sobre sus pareos o apoyados contra algún tronco- frenan, hacen silencio y miran hacia el horizonte. El momento del sunset es unánimemente sagrado.
Y aunque uno no necesariamente se olvida de los motivos que existen para tomarse el vuelo de vuelta, de repente parecen poder postergarse indefinidamente. La pregunta se reconvierte: “¿por qué no te quedarías?“.
Juana Fernández (23) -aunque en el pueblo se ganó el apodo de Juanita o “la chica de los rollers” por sus ratos patinando sobre la parte asfaltada de la calle- es una más del rejunte de dulces víctimas de este sueño de verano. A Santa Teresa llegó por primera vez en abril del 2021, tiempos pandémicos, porque una de sus amigas estaba enamorada de un chico que había elegido a Costa Rica como destino para vacacionar.
“Yo había sacado pasaje para quedarme un mes y, en ese entonces, me parecía un montón”, dice riéndose, como si estuviera acordándose del momento en el que pudo haber llegado a pensar eso. “Pasado el mes, mi amiga se volvió, del chico por el que vinimos y de sus amigos me hice hermana. Me enamoré, me rompieron el corazón, me volví a enamorar, pasé por varios trabajos y me terminé quedando un año”, relata con humor y seriedad en simultáneo. “Es un pueblo mini. A la persona que no querés ver la vas a ver ocho veces por día, y a la que querés ver también ocho, más las veces que la buscás. No te podés escapar de nadie”.
Su estadía allí le cambió abismalmente la forma de vivir la vida. “Entendí lo lindo de vivir en comunidad y rodeada de naturaleza. Me puso en contacto con mi espontaneidad y con mi niña interior”, cuenta.
Fue con el objetivo de recrear el tipo de vida que experimentó en Santa Teresa que decidió empezar un emprendimiento de retiros detox, Hibiscous, viajes armados con los que lleva a jóvenes en busca de un cambio de aires a distintos destinos, entre ellos este pueblo.
No es para todos
En definitiva, Santa Teresa no promete certezas ni finales felices, pero sí invita a vivir con menos miedo y más presencia.
Aunque a algunos les cueste admitirlo, es un destino que no es para todos ni pretende serlo. La vida cultural no aflora -no hay cine, ni museos, ni Uber, ni delivery-, el WiFi falla como regla, de a momentos el clima agobia y los precios pueden parecer exorbitantes para lo que el lugar ofrece en términos de infraestructura.
Para muchos ahí está el truco: no pasa tanto por lo que te da, sino por lo que te saca (la niebla mental, el reloj y las presiones), habilitando una versión tuya a la que, en otros contextos, es más difícil acceder. En una era que premia la velocidad y la productividad, este rincón del mapa parecería existir bajo otra métrica: una en la que lo simple es suficiente, algo parecido a la libertad. “No buscás hacerte millonario. No buscás, vivís”, concluye Tomás.
Datos útiles para visitar Santa Teresa
Cómo llegar:
Desde San José: vuelo local a Tambor (25 min) + taxi o shuttle (1:30 hs).En auto: unas cinco o seis horas, incluyendo ferry desde Puntarenas a Paquera.Opción directa en autobús: saliendo desde el centro de San José. Más larga (alrededor de siete horas), pero económica.
Clima según la época del año:
Tropical, es caluroso y húmedo casi todo el año, con una temperatura media de 27-32°C. de diciembre a abril
Temporada seca: de diciembre a abril (sol pleno, mar calmo).Temporada verde: de mayo a noviembre (lluvias intermitentes, más vegetación).
Playas destacadas:
Playa Santa Teresa: la más popular, ideal para surf, caminatas y atardeceres.Playa Carmen: más tranquila y con arena más rocosa, con buena oferta de cafés y clases de yoga.Playa Hermosa: amplia y menos concurrida, perfecta para aprender a surfear.Playa Manzanillo: más alejada y casi desierta, muy virgen.
Actividades:
Surf para todos los niveles, con varias escuelas.Clases de yoga al aire libre.Caminatas por la reserva Cabo Blanco.Paseos en cuatriciclo o moto por la selva. Recorrer las cataratas de Montezuma (paseo de unas horas, ideal en temporada seca, cuando el río está bajo).Snorkel y buceo en isla Tortuga (excursión de un día).Atardecer en la playa con música en vivo.
En el Pacífico costarricense, sobre el extremo suroeste de la península de Nicoya -a 150 kilómetros y seis horas de San José (la capital del país)- el océano ruge con una cadencia que hipnotiza y los días se alargan. Ahí está Santa Teresa: un pueblo que hasta hace apenas unas décadas era un secreto entre pescadores y lugareños y hoy, más que un destino, es un estado mental.
“¿Lo que más me gusta de Santa Teresa? La simpleza de vivir el día a día, el ahora, el presente. El no saber qué va a pasar mañana pero vamos para adelante. No tener el consumismo de la ciudad -ni otras tantas preocupaciones típicas de ella-, los animales, las playas, el surf, el sentido de comunidad, la gente linda. Para mí eso es vivir acá”, dice Tomás V. (38), que a sus 24 dejó Buenos Aires y vive en el pueblo hace 10.
Esencialmente, Santa Teresa es un pueblo que consta de una calle semiasfaltada que se extiende a lo largo de cinco kilómetros en paralelo a la costa. A un lado de esta, hay colinas empinadas y una selva exuberante. Al otro, playas de agua turquesa, olas fuertes, arena clara y amaneceres y atardeceres que hacen que todo parezca posible.
El turismo es internacional, pero no como el que se ve en Cancún, Ibiza o Miami; tiene una mística especial, con algo de hippie, algo de Oasis y algo de sagrado. Sobran historias de personas que llegan con la idea de unas vacaciones fugaces y terminan quedándose un mes, un año; a veces, una vida.
“Algunos se van y vuelven, otros llegan y no se van”, reflexiona Tomás en voz alta. Aunque se autopercibe un evasor de la monotonía y habla de que históricamente le huyó a la idea de casarse con un lugar, confiesa que en este pueblo podría quedarse para siempre. “La gente se termina quedando un poco por hambre de mar, otro poco por sed de agua de coco, también porque hay un surf digno casi 24/7 de la misma manera que en todo momento subyace la posibilidad de toparte con esa persona que quizás te cambie la vida (aunque sea solo por unos días)”, pondera.
Aunque las autoridades de Cóbano, distrito al que pertenece Santa Teresa, en la provincia de Puntarenas, no cuentan con una cifra exacta, hace ya varios años, y cada vez más, el pueblo es el hogar de cientos de argentinos (en proporciones similares, también de israelíes y, en menor proporción, de estadounidenses, italianos, franceses, alemanes, canadienses y belgas, entre otras nacionalidades). Casi todos llegan para hacer un cambio de vida o -en muchos casos- para empezar a vivir.
Enamorarse o salir corriendo
En el pueblo todo es rústico pero cuidadosamente curado. Desde los cafés que ofrecen smoothies, açai y granola casera con frutas tropicales -el mango, la papaya y la piña se destacan por sobre el resto- hasta los hoteles boutique que combinan madera reciclada, techos de chapa y diseño y los hostels de mochileros, casi todos con áreas comunes para los nómades digitales -un tipo de turista recurrente en esta localidad-. No hay grandes cadenas ni supermercados internacionales. Todo parece hecho a mano o traído por alguien que decidió quedarse más de la cuenta.
Hay quienes dicen que el cuarzo debajo de la tierra hace que en el pueblo se sienta una energía intensa, y no de cualquier tipo.
“O te acepta o te echa”, dice Jerónimo Charpín (34), nacido en Buenos Aires y criado en Bariloche. “Te enamorás y te quedás, o enloquecés y salís corriendo”. Como Tomás, Jerónimo entra dentro de la primera categoría de afectados y, aunque hoy vive en Barcelona, España, en Santa Teresa estuvo unos sólidos ocho años. Cantando, con una banda, y trabajando como administrador en distintos restaurantes.
Llegó “confiando ciegamente” en su hermana que, ya instalada en el pueblo (donde sigue residiendo con su ahora familia extendida), lo convenció de que se sume a la aventura. “Ahorré y me vine con la guitarra y no mucho más”, cuenta con una sonrisa relajada. Lo que lo enamoró del lugar fue su baja escala, la naturaleza y el sentido de comunidad que hay entre las distintas nacionalidades que lo habitan.
Recuerda con un poco de nostalgia que su momento favorito del día era a la noche, cuando iba a tocar. “Hay un circuito musical muy grande pero cero competitivo. Son todos amigos. Si uno no puede ir a tocar ese día le pasa el dato al otro para que lo aproveche. Ayudarse entre todos es parte de la esencia del pueblo”, cuenta.
Vida silvestre en cada rincón
Sin veredas ni semáforos, por la calle principal transitan decenas de cuatriciclos y motos. Sus conductores usan pañuelos y lentes por el polvo que se levanta en la parte no asfaltada. Casi todos los vehículos tienen ganchos al costado para poder transportar tablas de surf, puesto que el destino es casi indefectiblemente alguna playa. Así y todo, el sonido que captura la atención no es el de los motores, sino el de los monos aulladores que, colgados de los árboles, anuncian su dominio total en las alturas con chillidos que hacen honor a su nombre.
En tierra firme hay iguanas gigantes que cruzan los caminos con poca y nula inhibición, así como hay mapaches y coatíes que merodean en las cocinas y baños -generalmente abiertos- de los alojamientos, buscando algo para comer (a la noche las heladeras se cierran con candado). No es raro encontrar cangrejos en la ducha, ver algún caballo suelto en la playa, o recibir visitas de pájaros que parecerían querer tener una conversación profunda.
Entre los locales es normal tener uno o varios perros. Estos parecerían tener roles asignados dentro de su propia comunidad; se los ve en las calles descansando en alguna sombra, en las playas corriendo y zambulléndose en el mar, en los restaurants abajo de las mesas, y hasta en los cuatriciclos acompañando a sus dueños a algún lugar.
El clima es tropical, caluroso y húmedo casi todo el año, con una temperatura media de 27°C y dos estaciones marcadas. Por un lado, la seca (de diciembre a abril), con un sol que estalla en el cielo desde temprano, un mar calmo que refleja cada rayo como si fuera vidrio fundido y noches casi siempre estrelladas.
Por otro, la estación de lluvias (también conocida como green season, de mayo a noviembre), caracterizada por un clima más variable, con tormentas frecuentes, un mar más revuelto e impredescible, y una selva que se vuelve de un verde casi fluorescente.
Eso de quedarse
El “¿por qué volverías?” pierde fuerza y relevancia mezclado en la inmensidad de un mar que rompe sobre una arena ahora dorada reflejando el sol de las seis de la tarde (por su cercanía al Ecuador, siempre atardece a esa hora). Todos -en el agua desde sus tablas, y en la costa sobre sus pareos o apoyados contra algún tronco- frenan, hacen silencio y miran hacia el horizonte. El momento del sunset es unánimemente sagrado.
Y aunque uno no necesariamente se olvida de los motivos que existen para tomarse el vuelo de vuelta, de repente parecen poder postergarse indefinidamente. La pregunta se reconvierte: “¿por qué no te quedarías?“.
Juana Fernández (23) -aunque en el pueblo se ganó el apodo de Juanita o “la chica de los rollers” por sus ratos patinando sobre la parte asfaltada de la calle- es una más del rejunte de dulces víctimas de este sueño de verano. A Santa Teresa llegó por primera vez en abril del 2021, tiempos pandémicos, porque una de sus amigas estaba enamorada de un chico que había elegido a Costa Rica como destino para vacacionar.
“Yo había sacado pasaje para quedarme un mes y, en ese entonces, me parecía un montón”, dice riéndose, como si estuviera acordándose del momento en el que pudo haber llegado a pensar eso. “Pasado el mes, mi amiga se volvió, del chico por el que vinimos y de sus amigos me hice hermana. Me enamoré, me rompieron el corazón, me volví a enamorar, pasé por varios trabajos y me terminé quedando un año”, relata con humor y seriedad en simultáneo. “Es un pueblo mini. A la persona que no querés ver la vas a ver ocho veces por día, y a la que querés ver también ocho, más las veces que la buscás. No te podés escapar de nadie”.
Su estadía allí le cambió abismalmente la forma de vivir la vida. “Entendí lo lindo de vivir en comunidad y rodeada de naturaleza. Me puso en contacto con mi espontaneidad y con mi niña interior”, cuenta.
Fue con el objetivo de recrear el tipo de vida que experimentó en Santa Teresa que decidió empezar un emprendimiento de retiros detox, Hibiscous, viajes armados con los que lleva a jóvenes en busca de un cambio de aires a distintos destinos, entre ellos este pueblo.
No es para todos
En definitiva, Santa Teresa no promete certezas ni finales felices, pero sí invita a vivir con menos miedo y más presencia.
Aunque a algunos les cueste admitirlo, es un destino que no es para todos ni pretende serlo. La vida cultural no aflora -no hay cine, ni museos, ni Uber, ni delivery-, el WiFi falla como regla, de a momentos el clima agobia y los precios pueden parecer exorbitantes para lo que el lugar ofrece en términos de infraestructura.
Para muchos ahí está el truco: no pasa tanto por lo que te da, sino por lo que te saca (la niebla mental, el reloj y las presiones), habilitando una versión tuya a la que, en otros contextos, es más difícil acceder. En una era que premia la velocidad y la productividad, este rincón del mapa parecería existir bajo otra métrica: una en la que lo simple es suficiente, algo parecido a la libertad. “No buscás hacerte millonario. No buscás, vivís”, concluye Tomás.
Datos útiles para visitar Santa Teresa
Cómo llegar:
Desde San José: vuelo local a Tambor (25 min) + taxi o shuttle (1:30 hs).En auto: unas cinco o seis horas, incluyendo ferry desde Puntarenas a Paquera.Opción directa en autobús: saliendo desde el centro de San José. Más larga (alrededor de siete horas), pero económica.
Clima según la época del año:
Tropical, es caluroso y húmedo casi todo el año, con una temperatura media de 27-32°C. de diciembre a abril
Temporada seca: de diciembre a abril (sol pleno, mar calmo).Temporada verde: de mayo a noviembre (lluvias intermitentes, más vegetación).
Playas destacadas:
Playa Santa Teresa: la más popular, ideal para surf, caminatas y atardeceres.Playa Carmen: más tranquila y con arena más rocosa, con buena oferta de cafés y clases de yoga.Playa Hermosa: amplia y menos concurrida, perfecta para aprender a surfear.Playa Manzanillo: más alejada y casi desierta, muy virgen.
Actividades:
Surf para todos los niveles, con varias escuelas.Clases de yoga al aire libre.Caminatas por la reserva Cabo Blanco.Paseos en cuatriciclo o moto por la selva. Recorrer las cataratas de Montezuma (paseo de unas horas, ideal en temporada seca, cuando el río está bajo).Snorkel y buceo en isla Tortuga (excursión de un día).Atardecer en la playa con música en vivo. Lejos del turismo masivo y cerca de una vida más conectada con la naturaleza, Santa Teresa atrae a quienes buscan empezar de nuevo LA NACION