Apenas comenzada la conversación, la autora de Decir adiós (Del Zorzal) –su último ensayo publicado– cuenta con una sonrisa que al salir de imprenta el libro, su hijo le preguntó con cierta preocupación por el título. Ella lo tranquilizó, explicándole que no se trataba de una despedida personal. Aunque, en parte, sí lo es. El ensayo, presentado en julio en Buenos Aires, cierra un ciclo sobre un tema central en la vida de Norma Morandini (como hermana, como periodista, como legisladora): la violencia política argentina. Pero, en efecto, ya no desde lo estrictamente personal, sino plural. Ella lo define como “el fin de una trilogía, un adiós al pasado, pero también, la invocación espiritual a Dios para ser bien entendida; el libro quiere ser un aporte a la consolidación de una liturgia democrática”.
Hablamos de –y con– alguien que atravesó física e intelectualmente los años de plomo, incluyendo la desaparición y secuestro de dos hermanos, las amenazas, el exilio, el Juicio a las Juntas que cubrió como periodista para O Globo de Brasil y Cambio 16 de España. Sus trabajos, siempre un poco autobiográficos, recorren, como su vida, esas épocas oscuras y, a la vez, ofrecen la oportunidad de indagarnos como sociedad.
La trilogía que señala Morandini es aquella que inauguró con De la culpa al perdón (2012), donde explora la experiencia personal y social frente a la democracia y la reconciliación, y retomó en Silencios (2022), respecto de la amputación familiar y el uso de la memoria social. Ahora, tras esos dos libros, Morandini publica finalmente Decir adiós, un ensayo especialmente oportuno y notable en el actual contexto de época.
En sus palabras, en este nuevo libro se propuso hablar “de los muertos insepultos, a los que nadie vio morir, desde los desaparecidos de la dictadura a los muertos por Covid, a quienes quizás nadie vio morir; desde los asesinados por las bombas del terror guerrillero hasta los jóvenes que quedaron desparramados en las desoladas tierras de Malvinas; desde los yacentes bajo los escombros de la AMIA a los marinos del ARA San Juan; los muertos sin sepultura, los duelos sin consuelos históricos”. De todo eso que, en definitiva, resulta tan incómodo y a la vez tan simbólico, reflejo de una opacidad crónica que arrastramos como pueblo; la dificultad de reconocer las cosas con nombre y apellido. Se diría que, a diferencia de ese cierre que logra nuestra entrevistada en su libro, los argentinos estamos, como pueblo, empecinados en una negación maníaca.
“Muertos sin velar, vidas a novelar”, leemos en Decir adiós, que vuelve sobre la figura de “no velar” y “novelar” la historia, introduciendo en la percepción del pasado esa suerte de experiencia terapéutica individual y a la vez silenciosamente colectiva que es, per se, la literatura. La autora menciona, en este sentido, a Martín Caparrós y a Tomás Eloy Martínez.
–Si dar sepultura es reunir a los deudos, poner nombre, causa, cuerpo a la muerte, ¿la desaparición sería lo insepulto por excelencia? ¿La imposibilidad de cerrar un capítulo y abrir otro?
–Yo creo que sí. Pero en este caso, aunque por supuesto la reflexión está impregnada por lo que pasó en mi familia, yo plasmo en el libro lo que ya llevo mucho tiempo reflexionando, y no tanto en relación con lo personal, sino respecto de lo que pasa en nuestro país. Estamos casi a medio siglo de la dictadura, a cuatro décadas del Juicio a las Juntas, tenemos personas nacidas y educadas en libertad y la pregunta que a mí me perturba es ¿vamos a seguir matándonos a perpetuidad? Hoy escuchamos un discurso político tan agresivo, tan de negar al otro, tan de aniquilar al otro. No era así en la primera década democrática. Por eso, la pregunta sobre lo insepulto va incluso más allá de lo individual: ¿cerró el país sus cuentas con el pasado?
–¿Cómo fue para usted, en lo personal, ese cierre?
–Recién hice público el caso de mis hermanos en los años 90, a raíz de que un personaje siniestro de los servicios escribió una nota espantosa sobre mi madre, acusándola de guerrillera por haber buscado a sus hijos. Y decidí hablar: lo hice en el programa de Mariano Grondona, donde dije que tener familiares desaparecidos no era un delito sino una tragedia. Como dicen los brasileños, ese día “lavé mi alma”.
–¿Y cómo ha jugado en todo esto su profesión periodística?
–El periodismo me dio a mí una herramienta para poder tomar cierta distancia, en todo sentido. En el exilio tuve la suerte de tener un trabajo como corresponsal de una agencia española en Portugal y seguí con mucha curiosidad cómo estos dos países peninsulares se democratizaban. Yo llegué tiempo después de la “Revolución de los claveles”, un ejemplo de educación democrática, porque Portugal tuvo la dictadura más extensa del continente. Todo eso me fue dando lecturas, experiencias, conocimiento sobre los procesos de transición. Me fui convirtiendo en una especie de “transitóloga” antes de volver a la Argentina, cubrir el Juicio a las Juntas y luego ver la transición en mi propio país. Estudié mucho qué habían hecho otros pueblos con el pasado trágico; también, y especialmente, los alemanes. Y las experiencias siempre dicen que se ha domesticado la violencia con democracia.
–¿Qué sintió entonces como “transitóloga” ante la transición de su propio país?
–Otra vez medió el periodismo: yo tenía tal curiosidad por ver qué había pasado entre la gente que se me ocurrió hacer una nota para Cambio 16, la revista española, sobre los 25 años que entonces cumpliría Mafalda, La idea fue preguntarles a personas de distintos ámbitos –profesionales, intelectuales, pero también gente que paraba por la calle al azar– cómo imaginaban a Mafalda a esa edad. Algunos me dijeron “feminista”, otros “viuda de la modernidad, con anteojitos” o “vestida de negro”… Pero lo sorprendente fue la respuesta del propio Quino, que yo había dejado para el final: “Mafalda no hubiese llegado a los 25 años. Hoy sería una desaparecida”, me dijo. Ahí aprendí que todo en la Argentina, hasta la historia más inocente, estaba atravesada por el pasado.
Cuando las personas no disciernen entre el bien y el mal son presas fáciles de los sistemas autoritarios que cancelan el pensar
–Hace poco, el oficialismo hizo circular una foto de campaña en la que el Presidente y sus funcionarios sostenían un cartel con el texto “Kirchnerismo Nunca Más”, usando la tipografía que se le dio originalmente al lema y es tapa del informe de la Conadep. ¿Qué opina de eso?
–Es otra profanación. “Donde hay dolor, hay un territorio sagrado”, decía Oscar Wilde. El Nunca Más es de todos, como dijo el fiscal Strassera. Para la gente es un mantra democrático. Un ritual compartido en el silencio. Nunca voy a entender que el dolor se use como recurso ideológico. En un artículo sobre esa misma foto señalé que era una banalización más del mal, el concepto no siempre bien entendido de Hannah Arendt. Y como dice ella, cuando las personas no pueden discernir entre el bien y el mal, son presas fáciles de los sistemas autoritarios de obediencia que cancelan el pensamiento y abren camino a las tiranías. Ese cartel es otra profanación, como cuando se modificó el prólogo de Ernesto Sabato en un documento público que era precisamente el informe Nunca Más.
A mí me llama la atención lo de “ñoño republicano”, cuando nuestra constitución dice textualmente “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana y federal”.
–Es también notable que una fuerza política se defina ante todo por oposición; que el mensaje central sea el señalamiento de aquello a lo que se opone.
–Se ha dicho que el fenómeno Milei es un emergente de lo que venía pasando; yo creo que dos décadas de kirchnerismo han vaciado conceptualmente la democracia instalando esa concepción: “Puedo hacer lo que quiero porque me votaron”. Es lo que está repitiendo Milei. Por eso ahora, cuando uno ve los debates en el Congreso, en lugar de refutar ideas con ideas escuchamos a legisladores que dicen, por ejemplo: “No tenés autoridad para reclamar porque no lo hiciste antes”. Lo correcto es lo correcto: si el kirchnerismo se movió de lugar, es bienvenido que hable de democracia y de reglamento. El peronismo forma parte de la historia de este país. Yo espero de ellos que vuelvan democráticos y decentes. Pero “Nunca más” al kirchnerismo cuando hay millones que los han votado, no. Lo mismo opino de “Macri, basura, vos sos la dictadura”. Cuando escuché eso por primera vez, pensé: pero estos chicos no tienen idea de lo que es una dictadura. Las palabras han sido despojadas de su sentido más profundo. El teórico italiano de la democracia Giovani Sartori [1924 – 2017] decía que la ofuscación es consecuencia de la confusión. Hay una confusión sobre la división de poderes. A mí me llama la atención lo de “ñoño republicano”, cuando nuestra constitución dice textualmente “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana y federal”. Lo difícil es construir desde el republicanismo: agarrar una motosierra y destruir todo es muy fácil. La república es la división de poderes. Cuando se quiere cancelar al Congreso se quiere cancelar a la democracia.
–Aun siendo crítica con el peronismo, es un tema que a usted le interesa y lo aborda, incluso desde lo literario, a través de autores como Martín Caparrós o Tomás Eloy Martínez.
–De Caparrós me impresionó mucho No velas a tus muertos. Desde el propio título, porque, si no velas, acabás novelando, teniendo que inventar un final sobre algo que no hemos visto, que desconocemos. En cuanto a Tomás Eloy, cuando leí Lugar común, la muerte encontré la fuerza de la memoria que había en los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki. Allí, él descubre que “un hombre puede morir indefinidamente”. Pero además yo creo que pueden ser mucho más eficaces las novelas y las películas que la propia historia. La ficción, que es la razón de uno, al final habla por los otros.
–Podría decirse que eso también ocurre cuando los escritores hacen crónicas desde una óptica personal.
–Cuando cubrí el Juicio a las Juntas, a los periodistas no nos dejaban entrar con grabador. Esto mucha gente no lo sabe. El material audiovisual completo fue grabado y enviado en custodia a Suecia, para que no hubiese dudas posteriores. Mientras transcurrían las sesiones, solo se difundieron imágenes. Nosotros tuvimos que reconstruir todo ese rompecabezas macabro tomando notas. Pero la única persona que, habiendo ido una sola vez al juicio pudo escribir lo que nosotros no logramos en seis meses, fue Borges. Lo hizo en una crónica memorable titulada “22 de julio”, que yo recomiendo leer.
–Unos quince años después del Juicio usted escribió De la culpa al perdón, que abre la trilogía cerrada con Decir adiós, pero que no se publicó hasta tiempo más tarde.
–Sí, lo escribí en 2001, pero al principio ninguna editorial lo quería publicar. Cuando salió, los organismos de derechos humanos me mataron. Mi ingenuidad fue creer que ese libro iba a servir para aportar al debate. A mí me gusta escribir, y uno lo que quiere es compartir sus ideas. Pero en lugar de eso, me acusaron de que yo quería promover el cierre de los juicios. Un disparate, y justo cuando se celebraba el juicio por la desaparición de mis hermanos en la ESMA. Yo nunca salí a responder porque no acepto tribunales de conciencia, pero aquella reacción fue muy injusta. Después vino Silencios, fruto de la lectura de los libros de los sobrevivientes, como una forma de acercarme a lo que habían vivido mis hermanos en cautiverio.
–Por su condición de periodista y por todo lo que hemos hablado hasta aquí, resulta casi obligatoria la pregunta: ¿Vio la película Argentina, 1985?
–Sí, y me pareció maravilloso que tanta gente fuese a verla, que supiera que hubo un juicio, que hubo un fiscal. Y si bien la película tiene aspectos de ficción, es verdadera en lo esencial. Por ejemplo deja claro que no fue la “juventud maravillosa” la que fue a buscar testimonios, pruebas, archivos; eso lo hizo la Comisión de la Verdad, lo hicieron Magdalena Ruiz Guiñazú, Graciela Fernández Meijide…
–Usted señaló que en la primera década de la democracia recuperada había ciertos acuerdos básicos hoy aparentemente difuminados. ¿Qué está pasando ahora para que se ignore o ironice sobre el período 1976-1983?
–Son muchas cosas. Tienen que ver las redes sociales, pero en nuestro país hay algo que falla desde antes. No ha habido una preocupación de educar en y sobre la democracia. El matrimonio Kirchner, al hacer una engañosa apropiación de los derechos humanos, porque la verdad es que nunca antes se había ocupado del tema, generó una reacción contra la idea de superioridad moral que se les atribuyó a las víctimas del terror de Estado. El ser víctima no te pone por encima de la ley ni te convierte en héroe. El kirchnerismo educó “nietos de la dictadura”, no “hijos de la democracia”; por eso yo le critico que le sustrajo a la sociedad la posibilidad de construir una memoria plural. Hubo condenas en los tribunales, y eso está bien. Pero no hicimos el debate sobre las condiciones morales de lo que nos pasó, para entender que en verdad no hay dos demonios sino uno: la violencia.
Una luchadora por los derechos humanos
Norma Morandini nació en Córdoba. Estudió Medicina, Psicología y Periodismo. En 1976 se mudó a Buenos Aires. Trabajó como periodista hasta que, tras el secuestro de sus hermanos menores, Néstor y Cristina, partió al exilio.
Vivió en Portugal y en España, donde trabajó en Cambio 16. Cubrió el Juicio a las Juntas para el diario O Globo.
Se involucró en la defensa de los derechos humanos como integrante de Poder Ciudadano y Periodistas.
Fue diputada por Córdoba entre 2005 y 2009 y senadora hasta 2015. Dirigió el Observatorio de Derechos Humanos del Senado.
Es autora de numerosos libros. Acaba de publicar Decir Adiós (Libros del Zorzal).
Es miembro de la Academia Nacional de Periodismo.
Apenas comenzada la conversación, la autora de Decir adiós (Del Zorzal) –su último ensayo publicado– cuenta con una sonrisa que al salir de imprenta el libro, su hijo le preguntó con cierta preocupación por el título. Ella lo tranquilizó, explicándole que no se trataba de una despedida personal. Aunque, en parte, sí lo es. El ensayo, presentado en julio en Buenos Aires, cierra un ciclo sobre un tema central en la vida de Norma Morandini (como hermana, como periodista, como legisladora): la violencia política argentina. Pero, en efecto, ya no desde lo estrictamente personal, sino plural. Ella lo define como “el fin de una trilogía, un adiós al pasado, pero también, la invocación espiritual a Dios para ser bien entendida; el libro quiere ser un aporte a la consolidación de una liturgia democrática”.
Hablamos de –y con– alguien que atravesó física e intelectualmente los años de plomo, incluyendo la desaparición y secuestro de dos hermanos, las amenazas, el exilio, el Juicio a las Juntas que cubrió como periodista para O Globo de Brasil y Cambio 16 de España. Sus trabajos, siempre un poco autobiográficos, recorren, como su vida, esas épocas oscuras y, a la vez, ofrecen la oportunidad de indagarnos como sociedad.
La trilogía que señala Morandini es aquella que inauguró con De la culpa al perdón (2012), donde explora la experiencia personal y social frente a la democracia y la reconciliación, y retomó en Silencios (2022), respecto de la amputación familiar y el uso de la memoria social. Ahora, tras esos dos libros, Morandini publica finalmente Decir adiós, un ensayo especialmente oportuno y notable en el actual contexto de época.
En sus palabras, en este nuevo libro se propuso hablar “de los muertos insepultos, a los que nadie vio morir, desde los desaparecidos de la dictadura a los muertos por Covid, a quienes quizás nadie vio morir; desde los asesinados por las bombas del terror guerrillero hasta los jóvenes que quedaron desparramados en las desoladas tierras de Malvinas; desde los yacentes bajo los escombros de la AMIA a los marinos del ARA San Juan; los muertos sin sepultura, los duelos sin consuelos históricos”. De todo eso que, en definitiva, resulta tan incómodo y a la vez tan simbólico, reflejo de una opacidad crónica que arrastramos como pueblo; la dificultad de reconocer las cosas con nombre y apellido. Se diría que, a diferencia de ese cierre que logra nuestra entrevistada en su libro, los argentinos estamos, como pueblo, empecinados en una negación maníaca.
“Muertos sin velar, vidas a novelar”, leemos en Decir adiós, que vuelve sobre la figura de “no velar” y “novelar” la historia, introduciendo en la percepción del pasado esa suerte de experiencia terapéutica individual y a la vez silenciosamente colectiva que es, per se, la literatura. La autora menciona, en este sentido, a Martín Caparrós y a Tomás Eloy Martínez.
–Si dar sepultura es reunir a los deudos, poner nombre, causa, cuerpo a la muerte, ¿la desaparición sería lo insepulto por excelencia? ¿La imposibilidad de cerrar un capítulo y abrir otro?
–Yo creo que sí. Pero en este caso, aunque por supuesto la reflexión está impregnada por lo que pasó en mi familia, yo plasmo en el libro lo que ya llevo mucho tiempo reflexionando, y no tanto en relación con lo personal, sino respecto de lo que pasa en nuestro país. Estamos casi a medio siglo de la dictadura, a cuatro décadas del Juicio a las Juntas, tenemos personas nacidas y educadas en libertad y la pregunta que a mí me perturba es ¿vamos a seguir matándonos a perpetuidad? Hoy escuchamos un discurso político tan agresivo, tan de negar al otro, tan de aniquilar al otro. No era así en la primera década democrática. Por eso, la pregunta sobre lo insepulto va incluso más allá de lo individual: ¿cerró el país sus cuentas con el pasado?
–¿Cómo fue para usted, en lo personal, ese cierre?
–Recién hice público el caso de mis hermanos en los años 90, a raíz de que un personaje siniestro de los servicios escribió una nota espantosa sobre mi madre, acusándola de guerrillera por haber buscado a sus hijos. Y decidí hablar: lo hice en el programa de Mariano Grondona, donde dije que tener familiares desaparecidos no era un delito sino una tragedia. Como dicen los brasileños, ese día “lavé mi alma”.
–¿Y cómo ha jugado en todo esto su profesión periodística?
–El periodismo me dio a mí una herramienta para poder tomar cierta distancia, en todo sentido. En el exilio tuve la suerte de tener un trabajo como corresponsal de una agencia española en Portugal y seguí con mucha curiosidad cómo estos dos países peninsulares se democratizaban. Yo llegué tiempo después de la “Revolución de los claveles”, un ejemplo de educación democrática, porque Portugal tuvo la dictadura más extensa del continente. Todo eso me fue dando lecturas, experiencias, conocimiento sobre los procesos de transición. Me fui convirtiendo en una especie de “transitóloga” antes de volver a la Argentina, cubrir el Juicio a las Juntas y luego ver la transición en mi propio país. Estudié mucho qué habían hecho otros pueblos con el pasado trágico; también, y especialmente, los alemanes. Y las experiencias siempre dicen que se ha domesticado la violencia con democracia.
–¿Qué sintió entonces como “transitóloga” ante la transición de su propio país?
–Otra vez medió el periodismo: yo tenía tal curiosidad por ver qué había pasado entre la gente que se me ocurrió hacer una nota para Cambio 16, la revista española, sobre los 25 años que entonces cumpliría Mafalda, La idea fue preguntarles a personas de distintos ámbitos –profesionales, intelectuales, pero también gente que paraba por la calle al azar– cómo imaginaban a Mafalda a esa edad. Algunos me dijeron “feminista”, otros “viuda de la modernidad, con anteojitos” o “vestida de negro”… Pero lo sorprendente fue la respuesta del propio Quino, que yo había dejado para el final: “Mafalda no hubiese llegado a los 25 años. Hoy sería una desaparecida”, me dijo. Ahí aprendí que todo en la Argentina, hasta la historia más inocente, estaba atravesada por el pasado.
Cuando las personas no disciernen entre el bien y el mal son presas fáciles de los sistemas autoritarios que cancelan el pensar
–Hace poco, el oficialismo hizo circular una foto de campaña en la que el Presidente y sus funcionarios sostenían un cartel con el texto “Kirchnerismo Nunca Más”, usando la tipografía que se le dio originalmente al lema y es tapa del informe de la Conadep. ¿Qué opina de eso?
–Es otra profanación. “Donde hay dolor, hay un territorio sagrado”, decía Oscar Wilde. El Nunca Más es de todos, como dijo el fiscal Strassera. Para la gente es un mantra democrático. Un ritual compartido en el silencio. Nunca voy a entender que el dolor se use como recurso ideológico. En un artículo sobre esa misma foto señalé que era una banalización más del mal, el concepto no siempre bien entendido de Hannah Arendt. Y como dice ella, cuando las personas no pueden discernir entre el bien y el mal, son presas fáciles de los sistemas autoritarios de obediencia que cancelan el pensamiento y abren camino a las tiranías. Ese cartel es otra profanación, como cuando se modificó el prólogo de Ernesto Sabato en un documento público que era precisamente el informe Nunca Más.
A mí me llama la atención lo de “ñoño republicano”, cuando nuestra constitución dice textualmente “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana y federal”.
–Es también notable que una fuerza política se defina ante todo por oposición; que el mensaje central sea el señalamiento de aquello a lo que se opone.
–Se ha dicho que el fenómeno Milei es un emergente de lo que venía pasando; yo creo que dos décadas de kirchnerismo han vaciado conceptualmente la democracia instalando esa concepción: “Puedo hacer lo que quiero porque me votaron”. Es lo que está repitiendo Milei. Por eso ahora, cuando uno ve los debates en el Congreso, en lugar de refutar ideas con ideas escuchamos a legisladores que dicen, por ejemplo: “No tenés autoridad para reclamar porque no lo hiciste antes”. Lo correcto es lo correcto: si el kirchnerismo se movió de lugar, es bienvenido que hable de democracia y de reglamento. El peronismo forma parte de la historia de este país. Yo espero de ellos que vuelvan democráticos y decentes. Pero “Nunca más” al kirchnerismo cuando hay millones que los han votado, no. Lo mismo opino de “Macri, basura, vos sos la dictadura”. Cuando escuché eso por primera vez, pensé: pero estos chicos no tienen idea de lo que es una dictadura. Las palabras han sido despojadas de su sentido más profundo. El teórico italiano de la democracia Giovani Sartori [1924 – 2017] decía que la ofuscación es consecuencia de la confusión. Hay una confusión sobre la división de poderes. A mí me llama la atención lo de “ñoño republicano”, cuando nuestra constitución dice textualmente “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana y federal”. Lo difícil es construir desde el republicanismo: agarrar una motosierra y destruir todo es muy fácil. La república es la división de poderes. Cuando se quiere cancelar al Congreso se quiere cancelar a la democracia.
–Aun siendo crítica con el peronismo, es un tema que a usted le interesa y lo aborda, incluso desde lo literario, a través de autores como Martín Caparrós o Tomás Eloy Martínez.
–De Caparrós me impresionó mucho No velas a tus muertos. Desde el propio título, porque, si no velas, acabás novelando, teniendo que inventar un final sobre algo que no hemos visto, que desconocemos. En cuanto a Tomás Eloy, cuando leí Lugar común, la muerte encontré la fuerza de la memoria que había en los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki. Allí, él descubre que “un hombre puede morir indefinidamente”. Pero además yo creo que pueden ser mucho más eficaces las novelas y las películas que la propia historia. La ficción, que es la razón de uno, al final habla por los otros.
–Podría decirse que eso también ocurre cuando los escritores hacen crónicas desde una óptica personal.
–Cuando cubrí el Juicio a las Juntas, a los periodistas no nos dejaban entrar con grabador. Esto mucha gente no lo sabe. El material audiovisual completo fue grabado y enviado en custodia a Suecia, para que no hubiese dudas posteriores. Mientras transcurrían las sesiones, solo se difundieron imágenes. Nosotros tuvimos que reconstruir todo ese rompecabezas macabro tomando notas. Pero la única persona que, habiendo ido una sola vez al juicio pudo escribir lo que nosotros no logramos en seis meses, fue Borges. Lo hizo en una crónica memorable titulada “22 de julio”, que yo recomiendo leer.
–Unos quince años después del Juicio usted escribió De la culpa al perdón, que abre la trilogía cerrada con Decir adiós, pero que no se publicó hasta tiempo más tarde.
–Sí, lo escribí en 2001, pero al principio ninguna editorial lo quería publicar. Cuando salió, los organismos de derechos humanos me mataron. Mi ingenuidad fue creer que ese libro iba a servir para aportar al debate. A mí me gusta escribir, y uno lo que quiere es compartir sus ideas. Pero en lugar de eso, me acusaron de que yo quería promover el cierre de los juicios. Un disparate, y justo cuando se celebraba el juicio por la desaparición de mis hermanos en la ESMA. Yo nunca salí a responder porque no acepto tribunales de conciencia, pero aquella reacción fue muy injusta. Después vino Silencios, fruto de la lectura de los libros de los sobrevivientes, como una forma de acercarme a lo que habían vivido mis hermanos en cautiverio.
–Por su condición de periodista y por todo lo que hemos hablado hasta aquí, resulta casi obligatoria la pregunta: ¿Vio la película Argentina, 1985?
–Sí, y me pareció maravilloso que tanta gente fuese a verla, que supiera que hubo un juicio, que hubo un fiscal. Y si bien la película tiene aspectos de ficción, es verdadera en lo esencial. Por ejemplo deja claro que no fue la “juventud maravillosa” la que fue a buscar testimonios, pruebas, archivos; eso lo hizo la Comisión de la Verdad, lo hicieron Magdalena Ruiz Guiñazú, Graciela Fernández Meijide…
–Usted señaló que en la primera década de la democracia recuperada había ciertos acuerdos básicos hoy aparentemente difuminados. ¿Qué está pasando ahora para que se ignore o ironice sobre el período 1976-1983?
–Son muchas cosas. Tienen que ver las redes sociales, pero en nuestro país hay algo que falla desde antes. No ha habido una preocupación de educar en y sobre la democracia. El matrimonio Kirchner, al hacer una engañosa apropiación de los derechos humanos, porque la verdad es que nunca antes se había ocupado del tema, generó una reacción contra la idea de superioridad moral que se les atribuyó a las víctimas del terror de Estado. El ser víctima no te pone por encima de la ley ni te convierte en héroe. El kirchnerismo educó “nietos de la dictadura”, no “hijos de la democracia”; por eso yo le critico que le sustrajo a la sociedad la posibilidad de construir una memoria plural. Hubo condenas en los tribunales, y eso está bien. Pero no hicimos el debate sobre las condiciones morales de lo que nos pasó, para entender que en verdad no hay dos demonios sino uno: la violencia.
Una luchadora por los derechos humanos
Norma Morandini nació en Córdoba. Estudió Medicina, Psicología y Periodismo. En 1976 se mudó a Buenos Aires. Trabajó como periodista hasta que, tras el secuestro de sus hermanos menores, Néstor y Cristina, partió al exilio.
Vivió en Portugal y en España, donde trabajó en Cambio 16. Cubrió el Juicio a las Juntas para el diario O Globo.
Se involucró en la defensa de los derechos humanos como integrante de Poder Ciudadano y Periodistas.
Fue diputada por Córdoba entre 2005 y 2009 y senadora hasta 2015. Dirigió el Observatorio de Derechos Humanos del Senado.
Es autora de numerosos libros. Acaba de publicar Decir Adiós (Libros del Zorzal).
Es miembro de la Academia Nacional de Periodismo.
Mediante el uso ideológico del dolor, el kirchnerismo le quitó a la sociedad la posibilidad de construir una memoria plural, dice la periodista, que publicó un libro sobre “los muertos insepultos” de la política LA NACION