Conquista. Ese era el olor que invadió el aire del C Art Media durante el tercer show de St. Vincent en la Argentina, el primero por fuera de un festival. Suele ser fácil medir el crecimiento de un artista por su nivel de convocatoria, pero no siempre se pone atención en su desarrollo personal, en la soltura y la confianza que va ganando como performer. Anoche, Annie Clark, finalmente, se apoderó del papel de estrella global en la que se convirtió. Sin perder su identidad, sin hacer ninguna concesión desde lo creativo, pero sí asumiendo su rol como líder de su propio proyecto, interactuando más con la audiencia y hasta dejando a un lado la guitarra (solo por momentos) para poder cantar y moverse sobre el escenario con más libertad.
Cuando debutó en el país en 2015 lo hizo por la tarde, como un número más del Lollapalooza. En esa ocasión vino a presentar su disco homónimo, que fue una bisagra en su carrera, que había comenzado tímidamente en 2007 hasta que grabó un disco con David Byrne en 2012. Con su primer Grammy a cuestas, y una aclamación unánime, se dio a conocer ante el público argentino con una banda ajustada en la que ella apenas sobresalía. En aquella ocasión, la actuación fue magistral, pero St. Vincent parecía un grupo que tenía a Clark como cantante.
Para su segunda visita, en 2019, ya había ascendido varios escalones en la grilla del festival y fue uno de los números centrales del escenario alternativo. Su álbum Masseduction la había catapultado a otro nivel. Sin embargo, ese show dejó una sensación agridulce: vino sola con su guitarra y pistas pregrabadas que diluyeron toda la energía rockera que despliega su discografía. Por suerte, para promocionar su reciente All Born Screaming, esta vez la cantante trajo un grupo de apoyo poderoso que le dio a las canciones el trato que merecían y que le permitió a ella delegar su función como guitarrista y conectar más con su público de una forma más visceral.
La versión 2025 de St. Vincent ya no se queda estática en un punto del escenario tocando su instrumento, sino que con mucha seguridad gesticula, baila, actúa o hace simplemente lo que su instinto le dicta en ese momento. “Algo se apodera de mí cuando subo a un escenario. Me vuelvo feral, desafiante y un poco cerebral en maneras en las que no me comporto en la vida cotidiana”, dijo a LA NACION días antes de su llegada. En el complejo de Villa Crespo, eso se tradujo en tirarse encima del público para cantar “New York”, atreverse a lanzar su guitarra a las primeras filas —que por suerte le fue devuelta—, que su bajista le dé nalgadas y le agarre el pelo al mejor estilo S&M en la introducción de “Sugarboy” o aceptar un cigarrillo y encenderlo antes de hacer el único bis de la noche, ”Candy Darling”, interpretado con una sensualidad que remite a Marilyn Monroe en “I Wanna Be Loved by You”. “La última vez que fumé fue en Buenos Aires”, confesó.
A pesar de que grabó una versión en español de su último álbum, admitió que habla muy mal el idioma. Aun así, se animó a interpretar algunos versos en castellano de “Violent Times” —sencillo que acaba de relanzar en colaboración con Mon Laferte—, donde demuestra todo el potencial de su voz. “Buenas noches, mi’ amores (sic)”, se despidió al final del concierto.
Por supuesto, tuvo momentos para demostrar por qué es la guitar hero de su generación, como en “Flea”, “Birth in Reverse” —donde se bate a un duelo de guitarras a la Television— y “Cheerleader”, en la que terminó sobre un parlante golpeando los platillos de su baterista, que luego se lució con un solo, porque, ante todo, lo de St. Vincent es un recital de rock. En esos pasajes, la influencia de Kim Gordon se hizo más evidente.
Fue inevitable ver a las dos juntas la misma noche y no imaginar a Clark como discípula de la excantante, bajista y guitarrista de Sonic Youth. Ella era la única que no había regresado a Sudamérica, tras la disolución del grupo en 2011. De hecho, la última vez que estuvo por estos lares fue durante la gira final del cuarteto neoyorquino. También fue la última vez que tocó con su exmarido, Thurston Moore. Su divorcio llevó inevitablemente a la ruptura de la banda que revolucionó el rock alternativo con sus experimentos sonoros y distorsiones libres. Tal vez por eso mantuvo cierta frialdad durante los cincuenta minutos que duró su set.
“El ruido extremo y la disonancia pueden ser increíblemente purificadores”, escribió Gordon en sus memorias. Si su paso por el Cono Sur le trajo malos recuerdos, su performance habrá servido de catarsis, en especial la danza hipnótica y bien ruidosa del final de “Cookie Butter”, de su primer álbum solista No Home Record.
Si con Sonic Youth se veía a sí misma como “la chica del grupo” -tal como tituló a su autobiografía-, ahora es ella quien lleva las riendas, acompañada de músicos jóvenes, pero tan aguerridos como ella. Por momentos, Kim no toca su guitarra y su voz, intacta, ocupa el centro de la escena. Ahora es, indiscutiblemente, “la chica al frente del grupo”.
La frescura de The Collective, su último trabajo, está en el hecho de que se alejó de todo lo que había hecho antes, en especial con su antigua banda. Siempre con la experimentación como baluarte, el nuevo material incorpora sonidos electrónicos y elementos de la música industrial y del trap, entre ellos el autotune, utilizado por momentos al extremo, como si buscara hasta dónde puede llegar el efecto que define al pop actual. En vivo, sin embargo, el noise de las guitarras recupera su poder abrasivo y se conecta inevitablemente con la no wave, ese breve período de fines de los 70 y principios de los 80 que dio lugar a bandas que hacían del ruido un arte fusionando el punk, el free jazz y el avant-garde. Antes de que St. Vincent cantara “New York”, ambas ciudades habían quedado enlazadas mágicamente a través de Kim Gordon, que habiendo moldeado en su momento el rock del futuro, incluyendo la obra de Annie Clark, ahora busca dar un paso adelante hacia universos paralelos.
Conquista. Ese era el olor que invadió el aire del C Art Media durante el tercer show de St. Vincent en la Argentina, el primero por fuera de un festival. Suele ser fácil medir el crecimiento de un artista por su nivel de convocatoria, pero no siempre se pone atención en su desarrollo personal, en la soltura y la confianza que va ganando como performer. Anoche, Annie Clark, finalmente, se apoderó del papel de estrella global en la que se convirtió. Sin perder su identidad, sin hacer ninguna concesión desde lo creativo, pero sí asumiendo su rol como líder de su propio proyecto, interactuando más con la audiencia y hasta dejando a un lado la guitarra (solo por momentos) para poder cantar y moverse sobre el escenario con más libertad.
Cuando debutó en el país en 2015 lo hizo por la tarde, como un número más del Lollapalooza. En esa ocasión vino a presentar su disco homónimo, que fue una bisagra en su carrera, que había comenzado tímidamente en 2007 hasta que grabó un disco con David Byrne en 2012. Con su primer Grammy a cuestas, y una aclamación unánime, se dio a conocer ante el público argentino con una banda ajustada en la que ella apenas sobresalía. En aquella ocasión, la actuación fue magistral, pero St. Vincent parecía un grupo que tenía a Clark como cantante.
Para su segunda visita, en 2019, ya había ascendido varios escalones en la grilla del festival y fue uno de los números centrales del escenario alternativo. Su álbum Masseduction la había catapultado a otro nivel. Sin embargo, ese show dejó una sensación agridulce: vino sola con su guitarra y pistas pregrabadas que diluyeron toda la energía rockera que despliega su discografía. Por suerte, para promocionar su reciente All Born Screaming, esta vez la cantante trajo un grupo de apoyo poderoso que le dio a las canciones el trato que merecían y que le permitió a ella delegar su función como guitarrista y conectar más con su público de una forma más visceral.
La versión 2025 de St. Vincent ya no se queda estática en un punto del escenario tocando su instrumento, sino que con mucha seguridad gesticula, baila, actúa o hace simplemente lo que su instinto le dicta en ese momento. “Algo se apodera de mí cuando subo a un escenario. Me vuelvo feral, desafiante y un poco cerebral en maneras en las que no me comporto en la vida cotidiana”, dijo a LA NACION días antes de su llegada. En el complejo de Villa Crespo, eso se tradujo en tirarse encima del público para cantar “New York”, atreverse a lanzar su guitarra a las primeras filas —que por suerte le fue devuelta—, que su bajista le dé nalgadas y le agarre el pelo al mejor estilo S&M en la introducción de “Sugarboy” o aceptar un cigarrillo y encenderlo antes de hacer el único bis de la noche, ”Candy Darling”, interpretado con una sensualidad que remite a Marilyn Monroe en “I Wanna Be Loved by You”. “La última vez que fumé fue en Buenos Aires”, confesó.
A pesar de que grabó una versión en español de su último álbum, admitió que habla muy mal el idioma. Aun así, se animó a interpretar algunos versos en castellano de “Violent Times” —sencillo que acaba de relanzar en colaboración con Mon Laferte—, donde demuestra todo el potencial de su voz. “Buenas noches, mi’ amores (sic)”, se despidió al final del concierto.
Por supuesto, tuvo momentos para demostrar por qué es la guitar hero de su generación, como en “Flea”, “Birth in Reverse” —donde se bate a un duelo de guitarras a la Television— y “Cheerleader”, en la que terminó sobre un parlante golpeando los platillos de su baterista, que luego se lució con un solo, porque, ante todo, lo de St. Vincent es un recital de rock. En esos pasajes, la influencia de Kim Gordon se hizo más evidente.
Fue inevitable ver a las dos juntas la misma noche y no imaginar a Clark como discípula de la excantante, bajista y guitarrista de Sonic Youth. Ella era la única que no había regresado a Sudamérica, tras la disolución del grupo en 2011. De hecho, la última vez que estuvo por estos lares fue durante la gira final del cuarteto neoyorquino. También fue la última vez que tocó con su exmarido, Thurston Moore. Su divorcio llevó inevitablemente a la ruptura de la banda que revolucionó el rock alternativo con sus experimentos sonoros y distorsiones libres. Tal vez por eso mantuvo cierta frialdad durante los cincuenta minutos que duró su set.
“El ruido extremo y la disonancia pueden ser increíblemente purificadores”, escribió Gordon en sus memorias. Si su paso por el Cono Sur le trajo malos recuerdos, su performance habrá servido de catarsis, en especial la danza hipnótica y bien ruidosa del final de “Cookie Butter”, de su primer álbum solista No Home Record.
Si con Sonic Youth se veía a sí misma como “la chica del grupo” -tal como tituló a su autobiografía-, ahora es ella quien lleva las riendas, acompañada de músicos jóvenes, pero tan aguerridos como ella. Por momentos, Kim no toca su guitarra y su voz, intacta, ocupa el centro de la escena. Ahora es, indiscutiblemente, “la chica al frente del grupo”.
La frescura de The Collective, su último trabajo, está en el hecho de que se alejó de todo lo que había hecho antes, en especial con su antigua banda. Siempre con la experimentación como baluarte, el nuevo material incorpora sonidos electrónicos y elementos de la música industrial y del trap, entre ellos el autotune, utilizado por momentos al extremo, como si buscara hasta dónde puede llegar el efecto que define al pop actual. En vivo, sin embargo, el noise de las guitarras recupera su poder abrasivo y se conecta inevitablemente con la no wave, ese breve período de fines de los 70 y principios de los 80 que dio lugar a bandas que hacían del ruido un arte fusionando el punk, el free jazz y el avant-garde. Antes de que St. Vincent cantara “New York”, ambas ciudades habían quedado enlazadas mágicamente a través de Kim Gordon, que habiendo moldeado en su momento el rock del futuro, incluyendo la obra de Annie Clark, ahora busca dar un paso adelante hacia universos paralelos.
En su tercera visita al país, la eximia guitarrista y cantante se presentó por primera vez con un show propio, pero antes, la ex Sonic Youth debutó como solista en suelo porteño LA NACION